Fue un partidazo, Eduardo

En un día triste para la literatura, queremos recordar al gran Eduardo Galeano como lo que era, un amante del fútbol, una inspiración para nosotros.

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Pareciera que el siglo XX  de donde venimos se nos aleja de a poco. Es como si nos abandonara minuto a minuto, para pasar de presencias físicas a memorias más o menos lejanas. Recuerdos, testimonios, historias y dignidades que cada día quedan más lejos. Que cada vez están más ausentes.

La partida de Eduardo Galeano es por eso un duro golpe. Porque era un luchador. Porque era un militante de la memoria. Un inclaudicable luchador de los que no permitía que tanta vida se convierta en estadística y relato muerto acumulado en hojas de papel. Con él se nos va mucho de ese Siglo del viento tan pleno de luchas y dolores. De Días y noches de amor y guerra.

La pluma de Galeano nos devolvía al momento justo y al lugar preciso con la sencillez de la historia de un obrero extraviado o de un guerrillero ocurrente. Te dibujaba la nostalgia insoportable del exilio con el encuentro de dos latinos extraviados en un tren en mitad de Europa. La ola imparable de la Sierra Maestra y la revolución cubana a través de una frase de Fidel. El dolor y la soledad de Allende desde la anécdota de una llamada telefónica. Nuestras mil maldiciones a las dictaduras latinoamericanas y “ese dolor de la gran puta” a partir de una visita imaginaria a la casa de Neruda. El torbellino de la revolución boliviana del 52 visto en los ojos de un rosarino aventurero.

Sospecho que una parte de la intelectualidad latinoamericana lo menospreciaba por eso. Porque mientras la mayoría necesita llenar decenas de cuartillas, a él le sobraban dos o tres párrafos para decir más o menos lo mismo, pero con mejores palabras y mucho más compromiso. Las ciencias sociales, a veces tan empeñadas en explicar y no en contar, no comprendían que Galeano no requería aggiornar sus ideas con armazones teóricos pesados como bloques de cemento. En las fibras íntimas de su relato se encontraban sus bases políticas, ideológicas, filosóficas y socioeconómicas. No necesitaba todo un capítulo de propuesta metodológica y otro para el estado de la cuestión. Su sustrato teórico estaba impregnado en cada crónica y anécdota. Lo acusaban de pereza académica, cuando en realidad lo que él hacía es igual de complejo e incluso más difícil que escribir un somnífero tratado sociológico. Él le daba vida a la historia y le ponía rostro y color a los hechos sociales.

Galeano nos enamoró de la revolución sandinista del 79 y le ayudó a todos los dignos del continente a levantar la cabeza después del duro golpe de su derrota. Cuando la noche estaba bien instalada en nuestros países y la izquierda parecía un romanticismo obsoleto sin cabida en el neoliberalismo noventero, él se negó a sumarse a la moda. “Es un golpe como del odio de dios”, escribió aquella vez, pero de inmediato añadió que los funerales instalados en el mundo entero equivocaron al difunto. “Es el testimonio de alguien que cree que la condición humana no está condenada al egoísmo y a la obscena cacería del dinero, y que el socialismo no murió, porque todavía no era: que hoy es el primer día de la larga vida que tiene por vivir”, escribió y esa “confesión de dinosaurio” fue desahuciada de inmediato por buena parte de los zurdos latinoamericanos que se apresuraban a reinventarse como consultores de la tecnocracia.

Las primeras tristezas de un continente traicionado las cuenta desde las soledades de Manuela, Bolívar y Rodríguez. “Ya no viste de capitana, ni dispara pistolas, ni monta a caballo. No le caminan las piernas y todo el cuerpo le desborda gorduras; pero ocupa su sillón de inválida como si fuera un trono y pela naranjas y guayabas con las manos más bellas del mundo”, relata en el segundo tomo de Memoria del fuego. Es mi texto favorito de él, con arranque desolador y remate potente y enamorado. “Al caer la noche, Manuela se divierte arrojando desperdicios a los perros vagabundos, que ella ha bautizado con los nombres de los generales que fueron desleales a Bolívar. Mientras Santander, Páez, Córdoba, Lamar y Santa Cruz disputan los huesos, ella enciende su cara de luna, cubre con el abanico su boca sin dientes y se echa a reír y ríe con todo el cuerpo y los muchos encajes volanderos…”

Latinoamericanísimo como era, Galeano no podía abstraerse de nuestras pasiones más populares. Desde el más futbolero de los continentes, selló ese amor por el deporte más lindo del mundo con ese Fútbol a sol y sombra que es, en sus palabras, “homenaje al fútbol, celebración de sus luces, denuncia de sus sombras”. En ese libro en el que cuenta que para Bolivia llegar al mundial fue “como llegar a la luna” y que la “obligación de perder” nos condenó a la derrota frente a Alemania. Esa obra tan nuestra que rememora que, después de su primera resurrección en Estados Unidos, Maradona era “como en los viejos tiempos, el mejor de todos” y relata el milagro, “obra de un mortal de carne y hueso”, con el que Obdulio Varela propició el Maracanazo.

Despiadado con él mismo, se calificó como una “vergüenza de las canchas” y admitió que buscaba con las palabras lo que le era negado con los pies. Y desde las letras, la memoria y su militante convicción lo logró. Es un ancla imprescindible que impide que el siglo y nuestra historia nos abandonen. Se lo debemos. Te lo debemos. Tu vida entera fue un partidazo, Eduardo. Crecer junto a tus libros ha sido un privilegio invaluable.

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