La que yo digo era en blanco y negro, se llamaba “Match en el infierno” y la dieron hace mil años. Era una época en que íbamos siempre al cine, especialmente con Fernando y, muchas veces, veíamos tres películas seguidas, entrando al cine a la siesta y saliendo cuando ya era de noche. Nadie podía imaginar ir al cine a ver una sola película, como ahora, o ir a ver la película principal y no la de complemento. Era como tirar la guita, como estafarse a si mismo. Por esa razón vimos tres veces, con Fernando, “El rubí sangriento”, una película de pistoleros, en Centroamérica, con ventiladores de techo y un malo que masticaba cacahuetes, andaba en silla de ruedas y terminaba haciéndose pelota al venirse en banda por un precipicio. La única virtud, quizás, de “El rubí sangriento”, era que siempre, no sé por que misteriosa lealtad, iba de complemento de las de Jerry Lewis y nosotros éramos fanáticos de Jerry Lewis.
Lo cierto es que, apenas nos enteramos de que “Match en el Infierno” era de fútbol, nos fuimos con Fernando de cabeza al Monumental. Creo, incluso, que fuimos mucho más temprano, creyendo que había preliminar de reserva. Y era polaca, o checa (tendría que preguntarle a Daniel). Una película seria de esas con poca música, como “Kanal” y que terminaba para la mierda, como deben terminar las pelicula serias. Nada que ver con la fantochada de “Escape a la victoria “, que dieron hace poco, como segunda versión en technicolor y cinemascope, de aquella digna “Match en el Infierno”.
Por supuesto, por respeto a la memoria de la primera, no fui a ver esta otra, máxime cuando me enteré que atajaba Sylvester Stallone. Me pareció bien que, en un film donde laburaban Ardiles y el negro Pelé, entre otros, lo mandaran al arco al troncazo de Rambo pero, así y todo, juré no volver al cine mientras atajara ese tipo. De cualquier manera, después, me enteré del resultado de la película por la radio y por los diarios: por supuesto, todo había sucedido como yo lo temía. En lugar del final amargo y lógico de la versión antigua, acá los prisioneros del campo de concentración no solo ganaban el partido contra los guardianes nazis, sino que, en medio de la euforia entendible de su sufrida parcialidad, aprovechaban el festejo y se viraban del cautiverio aumentando la decepción del Tercer Reich. No podía esperarse otra cosa de Stallone. Si no había considerado un producto comercialmente vendedor la derrota norteamericana en Vietnam, al punto de trocarla en victoria en su delirante colección de Rambos … ¿cómo podía esperarse que aceptara el áspero epílogo de “Match en el infierno”? Sylvester es uno de los que no se aguantan esas cosas, como no se aguantó el final de “Primera sangre”, el atrapante librito de David Morrel, de donde sacó a John Rambo.
En “Primera Sangre” el ex combatiente de Vietnam termina recagado a balazos, como muy lógico corolario para cualquier tipo que le pegue a la policía, mate a varios de ellos y, por si todo esto fuera poco, destruya un pueblo de punta a punta. Sylvester consideró que no era constructivo deprimir así a sus compatriotas y, en su película, si bien Rambo termina llorando como un mariquita, queda lo suficientemente vivo como para enfrentar los futuros riesgos de varias superproducciones más. No dudo que, si el día de mañana, Stallone decide poner de nuevo en la pantalla “ El extranjero “ de Camus, no terminaría muriendo en una pestilente cárcel árabe como le pasó a marcello Mastroianni. Sylvester encabezaría un motín para escaparse con el resto de aquellos desdichados y se casaría por fin con la hija del jeque tras poner entre rejas a Yasser Arafat, el comandante Carlos y un centenar de fedayines de “ Septiembre Negro”.
Pero a lo que voy es a esto, retornando al tema de la remota “ Match en el infierno “: esa película me dejó una frase reveladora, un mensaje para la posteridad. Presten atención. Porque muchas veces uno va a ver infinidad de películas que se promocionan y anuncian como verdaderos reservorios de mensajes fundamentales: “ Una película que cambiará su vida” dicen los anuncios, “ Una revelación que lo acercará a la verdad como una luz cegadora”, promete. Y pese a que uno es reacio a ilusionarse pensando que, por la exigua cantidad de dinero que insume una entrada de cine, alguien pueda revelarle el recóndito secreto de la existencia, esos clarines publicitarios suelen atraerlo. Por supuesto, luego, dichos mensajes no son para uno, sino para la dama o el caballero que está sentado al lado y en la mayoría de los casos, la película no se entiende un carajo. A veces sí, un destello extraño parte de la pantalla como si un rayo perdido del haz de luzescapado del proyector rebotara en ella y se nos clavara entre los dos ojos como una astilla de plata. Me pasó una vez a mí, en una película que agarré empezada, de complemento, y me dejó completamente pelotudo. La película se llamaba “ Cleo de 5 a 7 “ y, aún hoy, no he podido explicarme el porqué de tamaño impacto. Tampoco han podido explicármelo los psicológos, quizás porque de 5 a 7 sea una sesión demasiado prolongada para ellos.
Pero retornemos a “Match en el infierno”, que es a lo que quiero referirme, y a esa frase que conjuga el mensaje pleno de sabiduría y realismo.
Voy a refrescar un tanto la línea argumental de aquella película para explicar al lector inadvertido, más o menos, por donde va la cosa.
La acción transcurría en un campo de concentración alemán, en la Segunda Guerra. Para celebrar ya no recuerdo qué, una celebración que convocaba a varios líderes nazis, los capos del campo deciden hacer un partido de fútbol entre los guardianes y los presos. Los presos aceptan, a pesar de que no se los veía con el mejor ánimo ni con un excelente estado físico. Pero tenían una carta en la manga: entre ellos había un húngaro que era un jugador profesional, que la rompía, la hacía trapo. Supongo que había allí una resonancia ligada a la realidad, no sé si Puskas, o Kocsis, o Boszik, alguno de aquellos integrantes de esa formidable línea delantera húngara, había sido prisionero de los germanos en la vida real. Este tipo, el húngaro que la hacía de goma, se llamaba, o le decían, ”Jo” (¿sería ese el nombre? ¿ Por qué me viene a la memoria, si no? Juraría que era así). Se llamaba Jo. Muy bien.
Los prisoneros, una multinacional de harapientos, comenzaban, entonces un duro período de entrenamiento bajo el permiso alemán, para enfrentar a la fuerte escuadra de la cruz gamada. Jo estaba muy animado ante la posibilidad de volver a ponerse los cortos, pero … ¿qué ocurre?
¡La verdadera intención del grupo de prisioneros era escaparse! Huir del campo de concentración aprovechando las relativas libertades que les daban sus captores. Cuando le comunican eso a Jo, éste se chiva realmente ¡El quería jugar el partido! ¡A él que no le vinieran con el asunto de pirarse cuando ya se veía de nuevo pisando el verde césped y había atesorado en sus oídos el embriagador repique del balón sobre la grama! ¡El partido estaba hecho y nadie de ley, nadie que sea verdaderamente futbolero, sea choro o vigilante, deja de lado un desafío para escapar de un campo de concentración por más fulera que sea la comida! Los otros muchachos, los contra, habían conseguido camisetas para todos, tenían la pelota, habían alquilado la cancha, habían hablado con el referí, hasta le habían puesto redes a los arcos… ¡Y ellos se iban pirara antes del partido como unos maulas! ¿Quién iba a querer después, hacerle un partido a los prisioneros? Por supuesto, cuando se lo dijeron, Jo se puso para la mierda. Y fue ahí, ahí mismo, cuando pronunció esa frase que para mí se inscribe entre los grande speeches del cine mundial, comparable al discurso de Marlon Brando ante el cadáver de Julio César, o a los argumentos de Spencer Tracy en “Heredarás el Viento”. Jo agarró la pelota, la tiro para arriba, la durmió en el empeine cuando caía y dijo: “¡El fútbol es Sagrado!”.
Aunque sea difícil de creer, pese a la magnificencia del pensamiento, el resto del plantel no le dio bola, no se impresionó ante su retórica, no advirtió que estaba ante una sentencia que cortaba en un tajo la historia del más popular de los deportes. Le contestaron que ganando o perdiendo eran boleta, que había que huir. Jo, de mala gana, lo acepta. Intentan escapar, entonces, y los atrapan. Ante esta falta de espíritu competitivo, los alemanes, respetuosos del programa ya impreso, atentos a un público que saboreaba de antemano el encontronazo deportivo, pero sin olvidar los requisitos disciplinarios exigidos por la FIFA, emiten un fallo: la lista de buena fe del equipo de prisioneros, completa, será fusilada luego del encuentro, sea cual fuere el resultado.
Para hacerla corta: juegan y, en el primer tiempo, los germanos les pasan por arriba. En base a sus virtudes históricamente reconocidas, empuje, velocidad y pases largos, el team de los teutones, donde militaban un par de rubios que sabían, se va a los vestuarios con una nítida y justa ventaja, hay que reconocerlo. Colaboró con ese resultado, por cierto, el prácticamente nulo aporte de Jo para su equipo. El húngaro no había podido superar, era notorio, el duro impacto emocional que significa, para cualquier volante creativo, saber que será fusilado luego de las duchas. Debemos recordar, también, que los magyares son algo latinos y, por ende, más propensos a sufrir anímicamente las presiones del entorno. Pero algo ocurre al comienzo del segundo período, que transforma a Jo. No lo recuerdo bien. Tal vez lo que varía su conducta es que se veía venir una goleada memorable y un toque de novela ante el “olé” enfervorizado de la parcialidad germana. Yo creo que eso fue lo que tocó la fibra del jugador internacional. Ese relajo, ese “tomala vos y dale a Hans” desató el tigre dormido que habita en el orgullo de todo jugador que se precie. “La puta madre que lo reparió – habrá pensado Jo por más caído que estuviese-. ¿ Cómo me van a venir a dar un toque a mí estos troncos?” Porque convengamos, el equipo alemán era bueno, pero bueno para jugar entre los giles.
Jugando con algún rejuntado de oficina la podían pisar más o menos, pero no eran ni Beckenbauer ni Gerd Muller ni Bonhof ni ninguno de esos. Y el otro, Jo, había sido internacional de los magyares, mi querido, que con Ferenc Puskas darían la izquierda más esclarecida del comunismo y en el 53 le harían la fiesta a los ingleses por 6 a 3 en el mismísimo estadio de Wembley.
La cuiestión es que Jo se enojó, cazó la globa, la puso bajo la suela … y andá a cantarle a Gardel. En treinta minutos dio vuelta el partido, hizo tres pepas y hasta le puso la pelota del gol del triunfo al narigoncito judío que jugaba de once y que tuvo la mala idea de ir a gritárselo a la tribuna alemana, adonde estaba la barra brava de los nazis. Los alemanes se enojaron y no esperaron hasta la pitada final. Ahí no más los cagaron a tiros a todos, certificando que es muy difícil ganar de visitantes.
Abandonamos el cine, aquella tarde inolvidable, convencidos de que, si bien finales violentos como aquel le hacían mucho mal al fútbol, habíamos acuñado una frase rectora para la vida.
Desde aquella revelación hasta hasta nuestros días, nunca me he sentido solo en el inquietante sendero de la existencia.
Cuando algún irresponsable, algún advenedizo o inimputable me invita a una tertulia literaria un sábado por la tarde, o insiste en convidarme a cenar una noche en que se televisa un partido de fútbol en directo, las sabias palabras del talentoso mediovolante húngaro vuelven a mis labios para abofetear al atrevido. Y éste ya no reitera su afrentosa oferta. Sabe que no hay razones, ni argumentos, ni sobornos, que tuerzan el soberano designio de lo sagrado.
Fuente: Revista Un Caño
Publicado en El fútbol es sagrado, Ediciones de la flor. Octubre 1996.