Se vivía un partido intenso en Sacaba. Lo sentían hasta los integrantes del cuerpo técnico rojo. Y fue entonces cuando comenzó lo que terminaría en la destitución del hombre que había llevado al conjunto aviador a las primeras planas internacionales después de varias décadas.
Producto de una calentura innecesaria de su ayudante de campo, Daniel Valderrama, con Alejandro Meleán –casi se van a las manos–, Roberto Mosquera se quedó sin dos de los hombres que lo asesoran para no cometer errores como el que terminó cometiendo: el propio Valderrama y Roberto Ariñez, el preparador de arqueros, que fueron expulsados promediando el segundo tiempo.
Minutos más tarde, llegó el momento del que todos hablan: el peruano mandó a llamar a Carlinhos y ordenó que Jorge Ortiz deje el campo de juego. E inmediatamente, Raúl Olivares se arrodilló; y, desesperado, comenzó a hacerle señas a su entrenador para que efectúe el cambio. Pero ya era tarde.
Mosquera no entendía nada. Y poco después los zagueros aviadores se dieron cuenta de lo que estaba pasando. El tema se hablaba dentro de la cancha, a tal punto que hasta los jugadores celestes terminaron descifrándolo: su rival estaba jugando con cinco extranjeros. Pase lo que pase, tenían los tres puntos en el bolsillo.
Poco importó, entonces, el gol de Cristian Chávez –que fue reemplazado por Roberto Padilla después de marcar– en los instantes siguientes. El pecado de Mosquera ya había sido revelado a todos los actores involucrados en el Clásico. Jugadores, dirigentes, periodistas e hinchas hablaban más de lo que pasaría tras el pitazo final que de lo que se estaba dando en el terreno de juego.
Y tras el pitazo final, los silbidos de la hinchada wilstermannista no se hicieron esperar. Su relación con su técnico ya estaba desgastada por el 0-8 en el Monumental, pero esta desatención fue la gota que derramó el vaso. Le dijeron de todo cuando se dirigía rumbo al vestuario le arrojaron todo tipo de proyectiles. Estaban enviando un mensaje.
Así lo entendió el Mosca, y en una monológica conferencia de prensa –no aceptó preguntas–, lejos de asumir su error, habló con la misma soberbia que exhibió desde su llegada. Pero puso su cargo a disposición, y esta vez la dirigencia le tomó la palabra: su ciclo en Wilstermann, por un bochorno casi sin precedentes, llegó a su fin.