Boris Miranda*
Cinco segundos. Eso fue lo que Lionel Messi soportó el poncho encima antes de quitárselo. Y no hay motivo para culparlo por ello. Cualquiera de nosotros duraría poco con una prenda como ésa después de jugar fútbol durante más de hora y media.
Después, el Enano -que así es como le dicen sus amigos en la selección argentina- se sacó el atuendo típico de Tarabuco, lo dobló con poco cuidado y se lo entregó a un ayudante.
Casi como si no le importara disimular la incomodidad natural que le provoca recibir un reconocimiento oficial, el descalzo ídolo esbozó una última sonrisa forzada y retornó a su ambiente. Dio media vuelta y se metió al vestuario visitante.
Atrás quedó Evo Morales. El Presidente que se quedó con las ganas de condecorarlo en Palacio de Gobierno y de sacarse una foto abrazándolo. Apenas quedaron instantáneas del saludo tímido que se dieron y el intercambio de presentes.
De todas las estrellas del balompié con las que Evo Morales se exhibió en público, Messi fue sin duda el más apático.
Sigue fresca la imagen del sonriente Ronaldinho, con el mismo poncho de Tarabuco, agradeciéndole el gesto al Presidente y recibiendo la medalla al mérito en el grado de Forjador del Deporte en Sucre.
Un poco más atrás en el tiempo está la fotografía de Diego y Evo juntos en el Siles, ambos con la número 10 en la espalda, unidos contra el jerarca de la FIFA Joseph Blatter en la defensa del fútbol en la altura.
Messi quedó muy lejos de ambas imágenes. No tiene la frescura de Dinho y tampoco el temple que Maradona asume para algunas causas.
Bien lo dijo el cronista argentino Martín Caparrós hace un par de años: Lionel es un póster, Diego una bandera.
El Presidente podrá contar a sus nietos historias fantásticas de su “paso” por el fútbol, pero la reciente no será una de ellas.
Podrá contarle al hijo de Eva Liz que le metió un gol al legendario Ubaldo Matildo Fillol, el campeón de Argentina en el Mundial de 1978.
También podrá relatarle a ese niño como le metió un golazo a un equipo en el que jugaban, entre varios otros, Latorre, Mancuso y Diego Maradona.
No olvidará que inauguró una cancha en el altiplano con Cafú, campeón del mundo con Brasil en 1994 y 2002, y jugó al lado de Faustino Asprilla, Ricardo Bochini, Mauricio Serna y Ariel Ortega. No es poco.
Seguro que todas esas historias, y las que vendrán todavía, serán recuerdos muy gratos para Evo. Todas ellas menos la de su encuentro con el genio del Barcelona. El reconocimiento que no debió ser. El autogol.
No debió ser no sólo por el cansancio con el que Lionel Messi atendió al Presidente, algo que otros interpretaron como desgano. Tampoco sólo porque la idea de condecorar al ídolo argentino estuvo a punto de romper con el reglamento de la FIFA para Eliminatorias mundialistas y puso en figurillas a protocolo gubernamental. También porque, debemos reconocerlo, el país no tiene casi nada que agradecerle a ese muchacho que juega tan bien a la pelota. Sólo el fútbol.
Bolivia tiene el curioso honor de ser el único país de América del Sur al que Messi no le pudo marcar un gol; mientras que a Brasil ya le metió cuatro.
El Enano lo sabe y, seguro, le incomoda un poco. Pero le debe molestar más no haber ganado a la Selección verde en cuatro oportunidades consecutivas.
Lionel tuvo que soportar que el conjunto nacional le arruine el estreno de la Copa América que su país armó para que él sea la figura excluyente.
“Bolivia nos metió un gol raro, un gol de mierda” dijo a la salida de ese partido en el flamante estadio en La Plata. Durante el juego, por si fuera poco, perdió en la pulseta con guapeada incluida que sostuvo con un enorme Ronald Raldes.
El capitán de Bolivia contará algún día, seguro en mucho tiempo, qué fue lo que le dijo el media punta del Barcelona cuando chocaron cabezas. Mientras tanto, a mí me quedará la impresión de que el genio argentino quiso desdeñar a nuestra Selección.
Apenas cuatro meses después de aquello, Messi poco pudo hacer en el Monumental, en Buenos Aires, para evitar que Bolivia le arranque un nuevo empate a domicilio. Debió ser uno de sus peores partidos.
Sin embargo, lo que más debe contrariar a un jugador para el que marcar cuatro goles en un encuentro no es nada del otro mundo es recibir una paliza como la de La Paz en 2009.
Después del 6 a 1 (que no se olvida nunca más), Messi rompió el libreto de las declaraciones tímidas e inexpresivas. “Jugar en La Paz es inhumano”, afirmó a su retorno a Europa, tal como en su momento lo hizo otro enemigo del fútbol en el Hernando Siles: Daniel Passarella.
Para hablar del fútbol en la altura, el crack argentino pierde la humildad y el recato que le atribuye la prensa a su favor. Siempre golpea abajo.
Acostumbrado a ser parte de una orquesta de lujo que se pasea en escenarios de ensueño, salir de su zona de confort le provoca rechazo, negación. Para él, nuestro querido Siles es un terreno hostil. Que así sea.
Y pese a todos esos antecedentes, Evo Morales le pidió a la Cancillería que haga los contactos con la AFA para la condecoración al ídolo extranjero.
En el gabinete presidencial existen dos o tres ministros que saben algo de fútbol e incluso un viceministro que jugó en el Mundial de 1994. Quiero creer que no les consultaron antes de iniciar aquella (mala) gestión, pero es más probable que nadie se animó a llevarle la contra al Presidente.
Como cierre de aquel episodio prescindible quedó la declaración del ídolo minutos después de recibir el poncho y la plaqueta “a nombre de todo el pueblo boliviano”. “Jugar acá es terrible”, dijo Messi frente a la televisión pública argentina. Nadie se animó a decirle que el que jugó terrible fue él.
* Periodista. Autor del libro La mañana después de la guerra.