Yece, palo, Arce y a semifinales. Me tocó vivirlo/sufrirlo en Quito, pero sentí el grito del Siles como si estuviera en Miraflores. Mientras el Conejo se trepaba al alambrado, el rugido de la Patria Celeste llegaba hasta la mitad del mundo. El gol del año.
La hora más brillante de la Copa más brillante que vivió Bolívar en la historia. Cuando el Nido del Cóndor fue una hoguera celeste decidida a encontrarse con la gloria. Conscientes todos de que ese día no sería como ningún otro. Nunca tan ilusionados. Nunca tan felices. Nunca tan orgullosos de llevar al Bolívar en la sangre y creer que es posible.
Apenas una semana antes, las lágrimas de emoción conmovían hasta a los televisores. El gol del empate en el minuto 92, los miles de bolivianos celebrando en cancha visitante, el abrazo del equipo que dejó el alma en la cancha… Demasiado. Imposible no llorar. Imposible no emocionarse hasta los huesos gracias a ese misil agónico que cambió la historia y prolongó el invicto. Me tocó verlo en el departamento de un amigo que ya se había convertido en “la sede” cabulera desde aquel empate heroico en el Maracaná.
Cada cita en el Siles era una fiesta mayor. Para los que trabajan sólo importaba la hora de salida y los desempleados contábamos los minutos desde la mañana para correr al estadio y unirnos a la avalancha celeste. Sufrir como condenados para gritar como locos. Al equipo nunca le sobró nada, pero caminaba firme. Y nos regalaba lo más hermoso que te puede dar el fútbol. Nos regalaba ilusión. Y de eso también se vive.
Qué lindo es despertarse y que tu primer pensamiento sea “hoy juega Papá”. Y el año pasado lo vivimos todas esas mañanas a pleno. Fueron tantas citas con la gloria que se nos acaban los dedos para rememorar las batallas sufridas y ganadas. Todas esas jornadas, hasta la última en la que al fin gritamos campeón, quedarán en la memoria de este 2014 brillante. Año maravilloso.
Cuando se confirmó que pasábamos a segunda fase de la Libertadores estaba en Cobija. En cierto momento de la noche escuché petardos y salí al encuentro del festejo. Nueve bolivaristas iracundos nos reconocimos en la mitad de la capital pandina y fuimos mucho más que la otra celebración. Era 9 de abril y un moribundo partido político festejaba el aniversario de la revolución del 52. Ni sus cohetes ni su música fueron capaces de hacer sombra a nuestros aguardentosos gritos de auténtica emoción.
Cuando la Libertadores se nos acabó, no vi fútbol durante cinco meses. Duelo consciente y necesario para digerir una amargura que, sin embargo, jamás pudo (ni podrá) doblegar a la esperanza. Ese día, el del partido final, fui solo al estadio. No quería que la última imagen de tantas horas felices que viví con mi grupo de amigos sea la de una despedida. Y cuando llegó nuestro gol me puse a llorar. Ese grito no fue de victoria, fue de agradecimiento. Tuvimos el privilegio de vivir la mejor campaña de la historia. Año maravilloso. Copa maravillosa.
Apenas es un año. Uno más de esta historia siempre gloriosa, con tanta historias de Copa y de títulos. Seguro es una de las más brillantes (como ese 2004 de la final en la Bombonera). Tal vez es la más emocionante. Una de las más felices. Una de las más intensas. Del infierno de Potosí a la gloria en Santa Cruz. 19 coronas. La mejor manera de festejar un nuevo aniversario, con el grito de campeón. Otra vez campeón. Una vez más campeón. Gracias Academia. Gracias Bolívar. Nunca soñamos tanto como en estos meses y esa ilusión obstinada que sigue grabada a sangre y fuego en nuestros celestes corazones. Lo que no pudimos hoy, lo lograremos mañana. Y volveremos a “la sede”. Y nos reencontraremos en el Siles. Y despertaremos felices porque juega Papá. Y pasaremos esa semifinal. Que no nos queden dudas. Soñar en grande es lo nuestro. De ahí somos. Hacia allá vamos. Feliz año, Patria Celeste. Feliz porvenir. Brindemos por esta historia, rica y maravillosa que tuvimos la dicha de vivir con pasión desenfrenada. Viva la Academia, carajo.