“Mi viejo”, un cuento de José M. Pascual

Cuento, para los padres, para los hijos, para la vida, “Mi Viejo”, escrito por José Maria Pascual, leído por Quique Wolf.

Recién cuando el tiempo transforma los momentos en recuerdos, uno se da cuenta que es de eso de lo que está hecha la vida: de recuerdos. Esperaba cada anochecer para que él me cargue a los hombros y me haga ver el mundo desde ahí arriba. No sabía qué era eso de volver cansado del trabajo, sólo sabía que era el más fuerte del planeta, y que no podía fallarme nunca. Sólo sabía que por el simple hecho de ser mi viejo ningún problema lo podía afectar, ningún cansancio lo podría abatir, y ningún monstruo se iba a atrever a tocarme si me veía colgado de su cuello. A la distancia me doy cuenta de que esos amagues de paliza que venían cuando me mandaba una macana le dolían más a él que a mí. Recién la experiencia me hizo notar que esos hombros llevaban una vida a cuestas cuando yo me les trepaba.

¡Cómo olvidar ese tiempo donde todo era aprender! Cada detalle era para la admiración de mis ojos chiquitos: la afeitada de la mañana, el nudo de la corbata, el volante de ese auto que en sus rodillas me hacía creer que yo manejaba. Los fines de semana se repartían en la ciencia de remontar el barrilete y el picado en el potrero con una pelota nueva de color naranja, cuando me enseñaba cómo había que pegarle, cómo tiene que ir hay al rincón donde no llegan los que atajan y le pegaba suavecito, aunque yo le pedía que pateara con todo. Mis manos se apresuraban para demostrarle que era bueno y, por no sentirme un chico, iba con alma y vida a buscar el pelotazo. Cuando le tocaba a él, yo sospechaba que se dejaba hacer algunos goles, pero nunca decía nada, como nunca le dije que soñaba con jugar en primera y dedicarle mi primer gol. Qué va hacer, son cosas que se callan pero que igual se saben.

Qué lindo era ver sus ojos cuando me enseñaba algunos trucos que servían para la vida, aunque la excusa era el fútbol; por ejemplo cómo pasarle grasa a la de cuero, cómo la vida da revancha, cómo atarse los cordones, cómo se pide permiso y cómo hay que decir gracias. Ese tipo del que nunca se termina de aprender, ese que está siempre, aunque ya no nos lleve de la mano. Él era el mejor jugador del mundo, el boxeador más fuerte, el piloto más veloz, el más valiente de los indios y el más rápido de los vaqueros. Alguno podrá venir y decirme que es simplemente un hombre, y es verdad, pero hay algo que siempre lo va a hacer único. Único porque no tiene tiempo ni fechas especiales, no tiene nombre ni olvido.

Está ahí: en cada afeitada, en cada nudo de corbata, en cada vez que le entro a la pelota, en cada sueño cumplido, en cada caída, en cada vez que pido permiso y en cada vez que digo gracias, porque, además de ser un hombre, y eso ya es mucho, Dios -sí , Dios- quiso que fuera “mi viejo”.

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