El Loco y el Globo

René Orlando Houseman se convirtió en leyenda del fútbol argentino con un brillante CA Huracán campeón en el 73.
Foto: El Gráfico
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Habían escuchado muy poco acerca de él. Apenas, que tenía un apellido de sonido alemán, inglés o quizá eslovaco, que había marcado 16 goles en la C con Defensores de Belgrano, que los había convertido con 19 años, que era puntero derecho y que el Flaco lo había pedido a la dirigencia como regalo navideño en ese comienzo de 1973. Decía el Flaco que con ese chico el equipo se redondeaba. De pronto, se abrió la puerta de la caseta de Huracán y apareció. Y lo vieron entrar: huesudo, con los ojos vivos, juguetones y saliéndose para afuera, el pelo arremolinado, la piel parda, desgastada de la calle, y un aspecto desordenado. ¿Y el Flaco lo había pedido? ¿A ése? El Flaco se había metido media primavera austral persiguiéndolo por las canchas porteñas, donde exhibía un juego pícaro, descarado, irreverente y tempestuoso. A René Orlando Houseman le abrieron la puerta de la caseta por primera vez ese día. Cuando se la abrieron siete años después para despedirle, la cruzó como una leyenda de Huracán, como la mejor expresión individual del juego rebelde que expuso ese equipo, como el extremo derecho más divertido y espectacular de la historia del fútbol argentino, como un mito de la calle y como un alma melancólica para la que el fútbol solo tenía un significado: la felicidad.

Houseman fue la guinda de ese Huracán del 73, un equipo que fue campeón del torneo Metropolitano con un vendaval de juego ofensivo, goleador, emocionante, fluido, solidario, libertario y armonioso, y que se ha sacado boleto en la historia del fútbol no por sus largos triunfos, que no los tuvo, ni por un dominio extenso y tiránico, que tampoco, sino porque fue un canto romántico en medio de un periodo en el que Argentina necesitaba exactamente eso: una señal. Sin embargo, había mucho más que Houseman en aquel Huracán. A René en su primer día en el barrio de Parque Patricios, entre Boedo y La Boca, le dieron la bienvenida los demás futbolistas que conformaron el coro del Flaco, César Luis Menotti. Estaba el portero, Roganti, eficaz y templado. El lateral derecho le correspondía a Nelson “Buche” Chabay, bueno por arriba y con nervio. El Buche había fichado también esos días desde Racing Club, igual que recién llegado era, pero de Rosario Central, el lateral izquierdo, Jorge “el Lobo” Carrascosa, elegante y con buen pie. De centrales titulares cabe hablar algo más despacio. A Buglione le tenían por el duro en la marca. Típico central de aquella época en Argentina: cumplidor, pegajoso y disciplinado. Pierna o pelota. El otro era el de calidad. Alfio “Coco” Basile operaba de líder de la línea. Mandaba en el campo y afuera. Ya era veterano, había lanzado su carrera en Racing Club. La rodilla ya le apretaba de dolor. Defendía sereno, con anticipación y quite. Y cuidaba de todos. Su voz cavernosa avisaba de un entrenador. Para sus compañeros era una vitamina esencial: se atendían sus consejos y órdenes, funcionaba como un seguro confidente y velaba por la salud del grupo, organizando asados o discutiendo las primas. Por eso lo llamaron el Manija.

El centro del campo, de tres hombres, guardaba la fórmula mágica de aquel equipo. Francisco Russo era el guardaespaldas: corte y confección. Todo sencillo y con cobertura a todo riesgo. Siempre estaba en el sitio, corriendo y llegando. Por eso lo llamaron Fatiga. Los volantes decodificaban el juego ideado por Menotti. Brindisi era el derecho. Uno de los más grandes de la historia del fútbol argentino también. Era creativo, habilidoso, con pisada al área y gol, un despliegue oceánico y profundidad. Le acompañaba el volante izquierdo, el único zurdo del equipo, el “Inglés” Babington, más talentoso, elegante, fino, contenido en lo posicional y con una precisión sobresaliente en los pases cortos, medios y largos. Arriba, por la izquierda, arrancaba Omar Larrosa, un falso extremo con muchos litros de sudor, inteligencia táctica y puntualidad en el gol. Por el centro, Roque Avellay era el delantero, aunque marcaba menos que Larrosa o Brindisi. Y en el wing derecho estaba Houseman, a quien todos conocieron ese mismo día, antes de cambiarse para el primer entrenamiento. En esa práctica, Houseman tiró quiebros y caños a todos. Y esto relata el articulista Elías Perugino en El Gráfico del pasado octubre, cuando se cumplieron 40 años del título de Huracán en 1973, que dijeron sus nuevos compañeros después: “¿Cómo puede ser que a este no lo haya visto nadie antes?” Y Perugino recuerda la sentencia de Babington: “Llegó René y explotó todo”.

La mecha venía encendida. Cuando Houseman se subió al Globo, Huracán ya había firmado un tercer puesto en el Metropolitano del 72 con Brindisi (21) y Avallay (17) como máximos artilleros del torneo. Menotti había llegado un año antes. Había cogido al equipo en la jornada 11 de la campaña del 71. Tenía 34 años y su experiencia en los banquillos no pasaba de haber sido ayudante y tutelado en Newell’s Old Boys de Miguel “Gitano” Juárez. Luis Seijo, el presidente de Huracán, había despedido a Osvaldo Zubeldia, el gran entrenador argentino de la década anterior con el multicampeón Estudiantes de La Plata. Seijo era un dirigente particular, ambicioso, y que apuntaba todo lo alto que los sueños y el dinero le permitían. Lo de Zubeldía había salido mal, diez partidos duró, y viajó a Rosario a por Menotti. Este tipo de decisiones dice mucho de Seijo, pero más dice aún sobre la coherencia con la que las tomaba. Menotti era a Zubeldia lo que el día a la noche. O a la inversa. Pero el disparo al aire salió bien. Hasta entonces, Huracán apenas había dicho nada en el profesionalismo argentino. Había gozado de cierto éxito en la era amateur, con buenos futbolistas, como Guillermo Stabile (primer pichichi de una Copa del Mundo) y algunos títulos en los años 20, algo después de la fundación, cuando lo bautizaron en honor a ‘Huracán’, el célebre globo aerostático con el que el aviador y aventurero Jorge Newbery emprendió varias de sus travesías y epopeyas. El club le cogió el nombre y también el apodo: el Globo o el Globito. También los llaman los Quemeros, una herencia de la época en la que en Parque Patricios se alojaba uno de los mayores vertederos de basura de Buenos Aires.

Menotti fue armando el equipo en las campañas del 71 y del 72, en permanente evolución, explorando, probando y desmarcándose cada vez más del discurso imperante en Argentina. Al Flaco se le han discutidos muchas cosas en su carrera y no hablaremos aquí de ellas. Es un personaje controvertido y tan singular que necesita su enciclopedia. Más allá de filias y adhesiones, de cuáles, cuántos y cómo fueron sus éxitos, Menotti siempre ha contado con dos ojos privilegiados para detectar el buen fútbol y sobre todo el talento. Quizá lo entrenara peor o mejor, pero su intuición para encontrarlo es indudable. Ahí está Houseman y todos sus compañeros del equipo: excepto Brindisi y Babington, que eran del barrio y de la casa, a todos los demás los fue reclutando por Argentina para que se sumaran a su idea. Huracán fue creciendo hasta que rompió el cascarón con el título del 73. Pero no fue esa copa la que le dio eternidad, sino cómo la ganó y en qué contexto.

Estamos en la Argentina futbolística a la que tanto se opuso Dante Panzeri. La Argentina del Estudiantes de Zubeldia, del Racing de Juan José Pizzutti, de la selección de Juan Carlos Lorenzo, de futbolistas soldado como Rattin o Bilardo… Aquellos equipos y jugadores fueron la reacción alérgica a La Nuestra, la ideología de juego predominante en Argentina hasta que en la Copa del Mundo de Suecia 1968 la albiceleste encajó un 6-1 de Checoslovaquia. Aquella derrota despertó las pasiones revisionistas dentro del fútbol argentino y se giró en sentido contrario a La Nuestra, la filosofía de juego criollo que había nacido en las páginas de la revista El Gráfico como contraposición al estilo inglés que se jugaba en varios clubes argentinos del primer cuarto de siglo pasado, un fútbol rígido, académico y previsible. ¡La Nuestra fue la bandera de los mejores equipos argentinos de la época, como La Máquina de River en los 40 o la selección de los Carasucias en los 50, y defendía el juego como una manifestación artística: la picardía, la gambeta, la imaginación individual, la libertad, la cultura callejera y del potrero… La debacle de Suecia arrasó ese modo de entender el juego y Argentina abrió paso a un periodo de fútbol regresivo, con acento en lo táctico, en lo práctico, en la mecánica colectiva, en los atajos hacia el resultado, el cinismo, la intimidación, la provocación… Los valores de disciplina, orden y sacrificio que impuso la dictadura militar durante los años 60 también influyeron en esa reinterpretación del juego. Los clubes se hicieron menos ricos al terminar de recibir los subsidios del peronismo. Y los mejores futbolistas se fueron a Europa, casi todos a Italia, como Maschio, Sívori o Angelillo. Pasó a jugarse más lento, se reforzó la defensa con un cuarto hombre y la cultura de La Nuestra acabó diluyéndose.

A la larga, los resultados se resintieron. Argentina no fue a la Copa del Mundo del 70 y aquello fue visto como un punto crítico. Pensadores del fútbol del país, como el periodista Dante Panzeri reclamaron una batalla al antifútbol desde dentro de las estructuras del fútbol argentino. Y así apareció Menotti, rebelado contra esa mentalidad decadente y considerada contranatural. El Flaco le puso el rostro al intento por devolverle al juego argentino las esencias de La Nuestra: lo impensado, lo ofensivo, lo atractivo, lo emocionante, lo estético, lo artístico… Huracán fue esa primera tabla de ensayo, aunque en los años 60 algunos equipos como San Lorenzo, el rival histórico del Globito, había formulado apuestas similares. Así que el Huracán coronado en 1973 no fue solo la manifestación de un estilo diferente y reformista, de un grito en el cielo, sino que significó algo más: una actitud contrarrevolucionaria, casi intelectual, lo que Menotti proclamó como “una bandera ideológica”. “Nuestro juego estaba en sintonía con el gusto popular de los argentinos”, dijo también Babington. Y es cierto, el fútbol nacional no solo se había recogido sobre sí mismo y se había encapsulado, sino que se había alejado del paladar lujosamente educado durante tantos años en el público. Por eso, a Huracán lo aplaudían en su estadio y en los demás, como en la cancha de Rosario Central después de meterle un 0-5. Las otras aficiones se identificaron rápido con ese equipo divertido, travieso y apasionante. Era la fórmula tantas veces repetidas por Menotti: la capacidad de emocionar a través del juego.

Ese Huracán recuperó, con fuerza y sentido, el camino perdido. Tuvo ese aroma de ángel salvador. ¿En qué vigas se apoyaba su fútbol? Menotti potenció el 4-3-3 de sello holandés, con Russo de clásico 5, Brindisi de 8 y Babington de 10. Aunque en el desarrollo del juego Brindisi era más 10, más cercano al área, más habilidoso, que Babington, más 8 por la izquierda, más retrasado y volanteador. Abierto a la derecha, cerca de la cal, de 7, estaba Houseman. De 11, aunque no como wing puro, sino más diagonal quedaba Larrosa, apoyo cercano en el sector de Babington, por quien solía salir el juego. Y el 9 era clásico punta, Avallay, más bregador que rematador. Algunos de los fundamentos principales que convirtieron ese equipo en algo diferente fueron sobre todo la marca zonal, el achique de espacios y la presión alta. De Huracán se recuerda su dimensión estética con la pelota o su inteligencia coral, pero impuso, desde luego, algunas novedades históricas en el plano táctico. Luego, venía la letra gorda: velocidad de toque, pases cortos, cambios de ritmo, escrupulosa circulación, futbolistas muy juntos, apoyos constantes para avanzar el juego y lo más genuino, la libertad creativa, la imprevisibilidad, la inspiración, las cadenas sueltas para el talento de cada uno. La catequesis de Panzeri. “Orden y aventura”, lo resumía Menotti.

Houseman era la mejor expresión de esto. El Loco jugaba como era. Y Huracán jugaba en cierto modo como jugaba y era el Loco. Siempre fue un espíritu libre y rebelde, indisciplinado y opuesto a los regímenes de mando de los entrenadores. Houseman no jugaba al fútbol para vivir, sino que vivía para jugar al fútbol. El profesionalismo y todo lo que exigía y lo rodeaba le resbalaba por la piel. Buscaba, básicamente, la alegría y la delicia. Por eso su juego desde el extremo derecho coleccionaba gambetas, fintas, paradas y arrancadas, quiebros, pisadas y túneles. Nadie ha tirado los caños jamás en el fútbol como Houseman. “Pelé no fue tanto: yo lo enfrenté y le hice un caño”, ha recordado alguna vez. A René habían comenzado a llamarle sus compañeros Hueso por la flaqueza de sus piernas. Se lo puso Russo. Pero no tardaron en rebautizarlo como Loco por ese juego irreflexivo, instintivo, extravagante y espontáneo. Al extremo derecho que le discute a Houseman los poderes de la posición en la historia del fútbol argentino, Orestes Omar Corbatta, también le habían puesto Loco.

La genialidad de Houseman se había alimentado de las villas, las barriadas de chabolas de Buenos Aires. El Loco creció así, entre miseria, suciedad, despreocupaciones… Siempre dice que su profesión favorita era la vaguería. Era y es un villero. Una anécdota que cuenta Ángel Cappa en uno de sus libros lo define bien. Huracán estaba concentrado en su hotel, pero faltaba René. La gente se espantó porque faltaba poco para el partido. Pero no era la primera vez que se escapaba por las ventanas. Menotti, el entrenador, calmó a todo el mundo porque sabía adónde estaba. El Flaco y su ayudante Poncini subieron desde Parque Patricios al Bajo Belgrano, en la otra punta de Buenos Aires, y donde el Loco, pese a los consejos para que se mudara cerca de Huracán a una residencia mejor, había crecido y seguía viviendo. Llegaron y vieron que se había organizado un picado, un partidillo barrial, pero el Flaco no reconoció al Loco. Pensó que al menos esta vez se había equivocado él. Pero no. Allí estaba. Sentado en el banquillo, esperando, olvidado de Huracán. Menotti se acercó a Houseman y le regañó. Y el Loco, más loco que nunca, pensando que el Flaco le amonestaba por ser suplente, lanzó: “¡Viste cómo juega el 11!”. Aquellos partidos callejeros, con los amigos del barrio y en los que se ponían varios pesos en juego, como siempre se había hecho, eran los partidos que de verdad le daban placer a Houseman. Ese era su modo de sentir suyo el fútbol, como un villero. Y por eso jugaba en los campos como en los potreros: sin ataduras, con la libertad del perro callejero.

Aquel Huracán quizá no hubiera florecido igual sobre otra tierra. En la identidad de ese equipo estaba también almacenada la genética de Parque Patricios, un barrio de tradición tanguera, muy frecuentado por Gardel en sus orígenes y donde pasó su adolescencia Santos Discépolo, un barrio de vida bohemia, rebeldes, poetas y poesías… Durante el histórico Metropolitano del 73, las clases bajas de Parque Patricios se montaron en el Globo de sus sueños. El Palacio, el estadio Tomás Adolfo Ducó, acunó a un equipo que en los cinco primeros partidos del campeonato marcó 21 goles. Su potencial ofensivo durante la primera vuelta fue asombroso: marcó 46 en 16 jornadas, recibiendo 20 y solo perdiendo 2 encuentros. Los festines guiaban la agenda: 6-1 a Argentinos, 5-2 a Atlanta, 5-0 a Racing, 0-5 a Rosario Central, 5-2 a Ferro… En la segunda vuelta, bajó el pistón. Convirtió menos –sólo 16 goles-, pero apenas encajó: únicamente 10. Huracán tenía coartada; durante más de un mes, entre septiembre y octubre, su juego se resintió porque perdió a los internacionales que debían disputar el torneo eliminatorio para la Copa del Mundo del 74 y entonces el fútbol nacional no frenaba. Menotti no contó con Brindisi, Avallay y Babington y el fondo de armario no tenía el destello de los once fijos. Aun así, resumiendo: 46 puntos, sólo cinco derrotas, 62 goles anotados y 30 encajados. Todo un campeón del Metropolitano. Argentina celebró esa conquista por la forma y por el fondo. El Gráfico tituló: “El campeón al que todos debemos aplaudir”. Y una nota del Negro Fontanarrosa describió el alcance de ese juego heroico: “Nos alegra el triunfo de Huracán por la manera que lo consiguió y por el ejemplo que deja. Que es volver, un poco, a una verdad más antigua que los 45 años que debió esperar (Huracán para campeonar): jugar con alegría”. La Nuestra estaba de vuelta. Aquel equipo constituye la obra mejor acabada por Menotti. Fue la primera y última vez que consiguió que un colectivo plasmara con tanta exactitud y fidelidad todos sus postulados. El lirismo de Menotti, toda su literatura, no volvió a cuajar tanto y tan bien en ningún equipo, ni siquiera en la Argentina que ganó el Mundial del 78. Si alguien quiere descubrir al Menotti romántico, poético, al Menotti de verdad, hecho fútbol debe acudir a ese Huracán.

Apenas un año después, tras el Mundial de 1974, a Menotti le dieron la selección. Huracán no volvió a ganar nada más, ni alcanzó las notas sublimes de ese año 73. Aun así, se mantuvo un tiempo arriba, mientras incorporaba, además, futbolistas como Osvaldo Ardiles o Héctor Baley. Fue semifinalista de la Copa Libertadores 74 y subcampeón de los Metropolitano 75 y 76. Aunque ese Huracán del 73 queda como un rugido solitario, su legado se extendió en forma de internacionales argentinos: Carrascosa, Brindisi –mejor futbolista sudamericano de 1973, por delante de Pelé-, Babington y Houseman en el Mundial 74. Y Ardiles, Baley, Houseman y Larrosa (ya jugador de Independiente) en el triunfal Mundial 78. Esa Copa, en casa, en Argentina, fue la meta de la carrera iniciada por Menotti siete años antes en Parque Patricios. Otro juego fue posible de nuevo y gozó del mayor reconocimiento al que se aspira: la Copa del Mundo. Y quedó el Loco.

Huracán convirtió a Houseman en un personaje de leyenda. Su vida más allá del fútbol jugaba tanto o más. Se agarró a la botella, absorbía garrafas de café, fumaba Gitanes, unas bombas cilíndricas de alquitrán, y nunca se separó de la vida callejera. Le salieron canciones en las gradas: “Olé, olé, olé, ¿cómo lo paran a René?”. Afloraron las fábulas sobre sus adiciones, la bebida, las fiestas y las borracheras. Ésta refleja lo más genuino del Loco y la narra él mismo, ya sanado del alcoholismo: “Una tarde me presenté en el estadio para jugar el partido directo desde un cumpleaños de la noche anterior, con, por supuesto, un estado de ebriedad total. Cuentan que me hicieron duchar como una decena de veces… y tomar varios litros de café. Jugábamos de local contra River. Entre lo que más o menos recuerdo y lo que me contaron… Cero a cero el partido, cuarenta y un minutos del segundo tiempo: parece que fui a buscar una pelota, proveniente de un pase de Russo… avanzando en diagonal de derecha a izquierda eludí a uno (a Héctor Osvaldo López), la tiré larga entre los dos defensores centrales (uno era Perfumo y el otro Ártico), y cuando desde el arco me salió Fillol, en el mano a mano, amagué, lo eludí y la crucé suavemente con la pierna derecha. Modestamente, un golazo. Luego dicen que quedé tirado en el piso riéndome. Tras eso me hice el lesionado, pedí el cambio y me fui directo a dormir a mi casa. Comentan que la gente (ignorando incluso mi situación de ese momento) me despidió con su tradicional: “Y chupe, chupe, chupe… / No deje de chupar… / El Loco es lo más grande / del fútbol nacional”… ¡Hice un gol borracho!”.

Recuperado de: Ecos del Balón

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